7 de noviembre de 2009

SABORES DE MI NIÑEZ 
Cuesta introducir tipos alimentos a los niños. Muchos sabores son desconocidos para un paladar joven y casi todos se resisten a probar alimentos nuevos, que no sean con la textura típica de la papilla para niños.
Me recuerdo de algunas cosas de mi niñez con respecto a las comidas, creo que todo no me gustaba y no sé por qué. Mi abuela Isabel se las ingeniaba para disfrazar el mismo platillo y lo hacía comer sin darnos cuenta que eran los ingredientes que habíamos rechazado antes.
Después empieza poco a poco la exploración de sabores y las ansias de comer que no para, todo lo que pase por delante de nuestra boca se traga, es el crecimiento decían antes, ahora dirían que son las hormonas que se revolucionan, sobretodo, en la pubertad.
Tengo los recuerdos de nuestras vacaciones en el campo nos iban a dejar a los cuatro hermanos a San Rejes donde la abuela Elvira y el abuelo Alberto. La abuela preparaba unos tremendos platos de comida hechos para hombres que laboraban en trabajos pesados de campo. Muchas veces no éramos capaces de comer todo. Ella decía “estos niños de ciudad casi no comen”, pero no era así, nos llevábamos comiendo todo tipo de frutas (uvas, peras, paltas, tunas, duraznos, granadas, higos, sandías, melones) que había en la casa de mis abuelos y también en las casas de los alrededores. Al desayuno empezábamos comiendo pan de campo hecho en horno de barro con su sabor tan especial con mantequilla recién batida (que rico era esto) que la acompañábamos muchas veces con mermelada de moras, estas crecían en el sector y las recogíamos nosotros con placer, cada uno con un tarro hasta llenarlo, ¡Qué bien olían esas moras! Comíamos huevos de las gallinas de campo y si salíamos a caminar no faltaba un huevito duro para el camino. A las doce en punto volvían los hombres de su faena y para empezar había una fuente llena de choclos cocidos y ensalada de tomates con cebolla, después seguía la sopa o caldo (cazuela de ave o vacuno, a veces de pichón de paloma, ajiaco con charqui) y como plato fuerte podía ser charquicán, porotos granados, pollo arvejado, papas con mote o pastel de choclos. Lo mismo se repetía en la tarde cuando volvían mis tíos.
Entremedio y como a las cuatro de la tarde ella tomaba un mate súper caliente, creo que era el único relajo que se tomaba la abuela para descansar un poco de sus quehaceres hogareños. Llenaba su mate hecho de calabaza con la hierba matera, le agregaba unos pancitos de azúcar tostada en el fuego (un brasero). Daba un aroma muy especial, a veces le ponía hojas de cedrón. Lo único que me costaba era usar la bombilla que se ponía tan caliente y a menudo quemaba, pero la abuela parece que tenía un callo en los labios porque yo la veía tan tranquila seguir su ritual sin inmutarse siquiera. Los vicios le llamaba ella al café, té y yerba mate. "No debían faltar en una casa la escuchábamos decir".
Ya de vuelta a nuestro hogar de la ciudad, después de dos meses, nuestras caras se veían rechonchonas y tostaditas, con todo el cariño que habíamos recibido, destacando principalmente los sabores de campo.
En casa nos esperaba nuestra abuela materna con otro tipo de platillos. Recuerdo las comidas que hacía mi abuela Isabel que tenía más especialidades de restorán (como arroz con choritos, fricasé, pizza, machas a la parmesana, zapallitos rellenos, carne de muchas formas, arroz hecho con muchas variaciones o un rico puré de papas con bistec). Hacía postres exquisitos( recuerdo la leche asada, arroz con leche, sémola con caramelo o maicena con miel de palma, manzanas asadas, budín de pan, galletas, queques, bizcochuelos y otros). Ella era muy creativa en la cocina.
Cuando mi abuela Isabel murió, en la casa se creó un caos, porque mis padres trabajaban con horarios variados. El que llegaba primero a la casa ponía la tetera para inventar algo que comer. Mi madre nos dejaba la receta por escrito para que la siguiéramos paso a paso las instrucciones, pero siempre nos quedaban como engrudo sin mucho sabor. Mi padre en algunos de sus turnos salía más temprano y nos preparaba el almuerzo. Que rico era comer sus comidas, también amasaba el pan que comíamos con deleite. Pasó el tiempo, aprendimos a cocinar lo mejor que pudimos, pero nos costó darle esa sazón especial que le da cada hogar a la forma de preparar sus alimentos.
Cuando fuimos completando nuestros ciclos de estudios emigramos a otras ciudades para tener estudios superiores.
Yo era una estudiante sin recursos económicos, pasé pellejerías y hambre. Se juntó la situación difícil que pasaba el país con alimentos racionados, donde los estudiantes afuerinos tenían dificultad para proveerse de alimentos sin la tarjeta racionamiento. Eché de menos las comidas hogareñas que muchas veces desprecié por sencillas y comunes, pero que con ansias habría vuelto a saborear otra vez.

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